La semana no había ido demasiado bien. A veces las expectativas se nos clavan como pequeños puñales. Es lo malo de esperar cosas que nunca llegan. A veces no entiendes nada y no sabes cómo entenderlo, como si de repente alguien te hubiera cambiado las normas y tú estuvieras infringiéndolas sin saberlo. A veces todo va demasiado bien y cae tormenta. A veces sentado en la puerta, a veces a kilómetros de su cabeza. Así se sentía ella. Como si de repente, en esa partida que nos divertía tanto, alguien hubiera decidido cambiar las reglas sin avisar. Y ella seguía jugando como siempre pero supongo, que con las nuevas reglas, estaba buscando la meta por el camino equivocado.
Tomé la decisión de no ser un puzzle inconcluso que cada vez que alguien quería armarlo, yo decidía esconder piezas. Me empecé a negar a los juegos absurdos de cuando éramos quinceañeros y teníamos la boca cosida por dignidad. Me di cuenta de que la vida seguía y era absurdo ir cargando la mochila sino era capaz de compartirla. Dejé de pulir la técnica de la espera y me armé de coraje para hacerlo todo más fácil. ¿Para qué complicar una vida que ya de por si se nos hace cuesta arriba? Así que eso hice, intentar que todo fuera más fácil.
Pero a veces todo se complica, sin más. Sin tu elegirlo, alguien te cambia las normas del juego y ni siquiera te avisa. Y ahí estás tú sentada esperando entre una espada y una pared, pensado si intentarlo una vez más o rendirte para siempre. ¿Cuándo aceptar que debes rendirte?