Recuerdo que cuando era niña, un día salí a jugar a la calle con mis vecinos y escuché a uno decir una palabra que nunca había escuchado. Así que cuando regresé a casa y la dije a todo volumen, mi madre me sentó y me regañó por un buen rato, explicándome que no debía volver a decirla nunca.
Conforme fui creciendo, me di cuenta de que esa palabra la usaban en todas partes, pero yo la tenía prohibida, igual que otras que mi madre me había exigido no repetir. Cada vez que escuchaba a mis vecinos decir groserías me enojaba y me alejaba, pensando que eran vulgares y no quería estar cerca de ellos, pero en realidad no entendía… ¿por qué?
Así que una tarde decidí buscar en el diccionario el significado de cada una de esas palabras y fue cuando entendí que en realidad no eran tan malas; simplemente, a muchas personas no les agradaba cómo se escuchaban. Con el tiempo comencé a agregar esas palabras a mi vocabulario, de manera que mi madre se dio por vencida.
Recientemente un estudio realizado en la Universidad de Keele, en Inglaterra, llevado a cabo por Richard Stephens, encontró que expresar tus emociones con un lenguaje explícito puede ayudarte a liberar el estrés, elevar las endorfinas y a relajarte, entre otros muchos beneficios.
El experimento consistió en pedirles a 67 estudiantes que metieran las manos en agua fría por 40 segundos. En la primera parte tenían que gritar groserías; más tarde tuvieron que repetir la operación, pero esta vez sin poder decir nada.

En el mismo estudio se determinó que la gente que utiliza groserías como un método de supervivencia, muestra de manera sana su frustración y sin hacer daño a otras personas.
Además, te ayudan a mantenerte sana, pues aceleran la circulación, liberas endorfinas, te relajas y logras la calma, controlas tu mente y alcanzas un mayor bienestar. Sin embargo, lo ideal es no llegar a los arranques de furia.